Uno de los mayores desafíos para el cambio es la correcta definición del problema o los problemas por abordar, debido principalmente a que es algo subjetivo, que parte de una determinada interpretación de la realidad y valora qué es o no importante, e incluso de lo que, para una persona o un colectivo, ya está o no solucionado (aunque no lo esté realmente).
Resolver un problema es el camino para alcanzar un objetivo, terminar con una situación que no se debe dar o promover un cambio. El problema del problema es la falta de objetividad: solemos definirlo no en función del análisis y pleno entendimiento de las causas que lo originan, sino en función de la emocionalidad o los intereses personales exclusivamente. Incluso definimos un problema como una solución que proponemos de antemano, la que nos conviene o nos gusta, dejando por fuera otras posibles soluciones.
Nos enfocamos en los efectos, los síntomas o en opiniones sin sustento, sin abordar el fondo. O queremos abordar muchos problemas a la vez y nos inundamos de información en lugar de concentrarnos en lo que más impacto ocasiona. Volvemos entonces más compleja la realidad y reducimos la probabilidad de éxito. Y, por último, el falso sentido de infalibilidad: considerar que hay una solución perfecta o mágica que lo resuelve todo, en lugar de ir resolviendo poco o poco, aprendiendo con consistencia y persistencia que causan los distintos efectos e irlos resolviendo, como si fuese ir desatando un ovillo de lana.
Alguna vez me sorprendió la respuesta de un gurú japonés que visitó Ecuador: afirmó que nuestro éxito empresarial se debe a que hemos convertido a cada colaborador en un experto en la definición y solución de problemas. Por ello es bastante común que veamos en distintas organizaciones que los problemas se repitan en el tiempo y que incluso las “aparentes soluciones” solo contribuyan a empeorarlos.
Vienen muy seguido a mi mente estas lecciones aprendidas cuando observo los diversos enfoques que se les da a diversas problemáticas del país, cuando año a año hablamos de lo mismo y lo mismo. Quizás uno de los cuellos de botella que tenemos para avanzar como país es la forma como estamos definiendo los problemas que abordamos. Veamos algunos casos: ¿el precio al cual los exportadores de un sector agrícola les compran a los productores es el problema; o lo son la productividad del sector y el equilibrio entre oferta y demanda? Otro problema: una nueva ley laboral, ¿es exclusivamente legal, no serán otros los problemas?; como, por ejemplo, darles posibilidades laborales a 7 de cada 10 personas que no cuentan con un empleo adecuado. Y, por último, el cálculo del precio de los combustibles, ¿el problema de fondo es el mecanismo o es la ineficiencia del monopolio de Petroecuador?
La definición del problema focaliza la discusión y las energías hacia las verdaderas causas, de ahí que hacerlo bien es tan o quizás más importante que la solución misma, como lo afirmó Albert Einstein. De hecho, la evidencia en estos años ha mostrado que ha sido imposible resolver los problemas pensando de la misma manera en que se originaron. (O)