A lo largo de casi treinta años de consultoría en desempeño, hemos observado que las empresas exitosas se focalizan en lo que realmente les importa, alinean y responsabilizan a todos para lograrlo. Y que su estrategia de largo plazo responde a tres preguntas: ¿Qué es lo más importante por lograr en los siguientes tres, seis o doce meses? ¿Qué es lo más importante por hacer para que eso pase? ¿Quiénes van a ser imputables porque esas acciones se cumplan?
La primera pregunta la responden al definir los objetivos clave, esto es los resultados tangibles, medibles y específicos que hay que conseguir en un plazo determinado; o los hitos en el camino que en caso de alcanzarse harán que los objetivos se den.
La segunda pregunta la responden eligiendo las iniciativas o acciones que pueden marcar la diferencia, es decir, lo que realmente ‘mueve la aguja’ del resultado.
Y la tercera la responden estableciendo los responsables o dueños de cada objetivo, los líderes y colaboradores se comprometen con esas elecciones, tanto en las palabras como en los hechos.
Pero no solo responden a estas preguntas, las miden. Y es esa la diferencia radical.
Miden los objetivos pertinentes y relevantes a sus propósitos, miden las acciones que predicen los resultados y miden el desempeño de las personas.
Medir con objetividad, simplicidad y sistematicidad tiene efectos sorprendentes: clarificar las expectativas, coordinar a los actores y los recursos, dejar claro qué hacer y qué no hacer, dotar de transparencia el accionar de las personas, eliminar la subjetividad y el ‘cuento’, servir de mecanismo para evaluar el cumplimiento de los compromisos adquiridos y posibilitar una comunicación abierta sobre la manera en que avanzamos.
Es el momento para incorporar y aplicar este aprendizaje a la gestión pública. Y asumir desde el gobierno dos desafíos: una gestión centrada en resultados para tener verdaderos gestores públicos que den cuenta de lo actuado y asuman su responsabilidad; y, repensar los criterios usados para medir y evaluar el progreso y el bienestar. Si bien, por ejemplo, el producto interno bruto es útil para entender si la economía va por buen camino, no dice cómo lograr la tan necesaria sostenibilidad ambiental y social. Medir lo que importa también pasaría por definir qué indicadores específicos son necesarios para medir el éxito en las distintas políticas públicas que se han propuesto.
Medir lo que realmente importa y cómo se consigue es el camino para tener gobiernos eficaces que traduzcan el discurso político en resultados tangibles que hagan sentido a la población, a la vez que sean eficientes al usar los recursos que les fueron confiados.
Estamos en una coyuntura de cambio en la que medir lo que realmente importa aplica a todos, sector privado y público, bien vale la pena recordar al físico William Thomson Kelvin, creador de una de las escalas para medir la temperatura, quien afirmó: “Lo que no se define no se puede medir. Lo que no se mide, no se puede mejorar. Lo que no se mejora, se degrada siempre”. (O)